martes, 12 de junio de 2012

Odio mi Chamba

Miente, finge o inventa quien asegura que ama su trabajo toditos los días del señor. Gerentes barrigones en saco y corbata, prostitutas que prometen trato de pareja, misses del jardín de infantes Garabatos, amigos Electrolux, jaladores de Gamarra, decoradores que salen en la tele, presidentes, ministros y congresistas, cirujanos de las estrellas, gondoleros con t-shirts a rayas, jubilados disfrazados de papá Noel, psicoanalistas extraviados en el twitter, seleccionados que confunden la Videna con el hospital Dos de Mayo, todos. Lo más probable es que hasta el muy trendy Ryan Gosling  con sus millones de dólares por pela odie su chamba cuando le hacen repetir 30 veces una línea porque la ex modelo rubita que tiene al frente es incapaz de memorizar un guión.

Y yo, está clarísimo, no soy la excepción. No puedo evitarlo, está en mi naturaleza proletaria, trabajar para vivir resulta un flagelo los días en los que una nube gris y amenazante te persigue a donde vayas y el cóctel de pepitas multicolores para la felicidad que tomas con regularidad parece no querer funcionar.

Odio mi chamba cuando suena el despertador, a cualquier hora y en cualquier lugar del mundo. Odio a ese cabrón. Eso jamás cambiará y no estoy dispuesta a negociar. Odio mi chamba en ese momento y no hay vainas.

Odio mi chamba cuando tengo que bañarme de madrugada, cuando tengo que planchar la blusa del uniforme, esconder mis tatuajes, peinar los recién estrenados rulos miraflorinos o pintarme de rojo el hocico.

Odio mi chamba durante el embarque de pasajeros, porque mientras tu debes estar atenta a un sin fin de variables, de las que ellos son completamente ignorantes, no falta quien te pida un vasito con agua para tomar la puta pastillita. Y te la muestran. Como para que quede bien claro que si no la toman tú serás la culpable de su muerte durante el vuelo.

Odio mi chamba cuando no alcanza la opción de comida para todos y los pasajeros de las últimas filas te gritonean que están hartos de comer la pasta infame. Aunque no sé que es peor, que se acabe la opción o soportar la dinámica del indeciso. ¿Se sirve pasta o pollo? Hmmm ¿qué esta más rico? Los dos están ricos señor. Hmmm ¿qué tiene la pasta? Salsa bolognesa señor. Hmmm entonces pollo. ¡No! ¡No! Mejor pasta. ¿Sabes qué? prefiero el pollo. ¡La puta que te parió!. ¡No es tan difícil!. ¡No es la Decisión de Sophie!. ¡Es pasta o pollo!. Rechuchetumadre.

La odio, cuando estando exiliada en algún lugar del mundo, me pierdo un evento dichoso de esos que deberían abundar, un almuerzo lleno de excesos y ataques de risa con las primas. La odio cuando ese gris panza de burro de Lima prohíbe el aterrizaje de algún avión y tengo que faltar a una promesa, a mi palabra honestamente empeñada. La odio cuando la ceniza de algún volcán inoportuno no me permite estar presente en mi propia fiesta de cumpleaños feliz.
 
La odio cuando encuentras veinte kilotes de heroína estratégicamente camuflados en el baño del avión y te conviertes instantáneamente y sin remedio en la Reina del Sur y primera sospechosa de la banda del choclito. La odio cuando te obligan a declarar y redactar un informe para que policías y fiscales, en menos de veinte minutos, lo reciclen como papel higiénico.
 
A veces, simplemente la odio porque sí, sin razones, sin argumentos, sin explicación alguna, sólo por el básico motivo de odiar algo más allá de a ti misma. 

Pero de vez en cuando, algo mágico sucede y te encuentras con un día que te cambia, un día que alimenta ese espíritu que crees que agoniza, un día que sientes que en el pecho llevas algo más que un músculo del tamaño de un puño cansado de hacer bum bum, un día que te anima a pensar que es posible que tú, el ser más deleznable que hayas conocido puede hacer la diferencia en la vida de otro ser humano, al menos por un instante y sueñas que ese momento perdure en él y lo conmueva como lo hizo contigo. 

Un día como cuando traes de Montevideo a un muchacho guapísimo y de risa fácil, con evidentes muestras de daño cerebral que ha escuchado atentamente tu nombre y te dice cómplice: “¡Clau que linda sos! Servime de desayuno lo que tu quieras” y luego a voz en cuello te grita “Clau, poneme tus datos aquí, mientras te entrega un papelito y un lapicero, ¡todos eh! teléfono, dirección, email y fecha de nacimiento Y aclara con otro grito que se escucha 10 filas a la redonda, ¡con el año eh!. Y le das todos los datos, completos como los quiere y te dice con ojos llenos de la más absoluta inocencia, Clau, ¿me dejás besarte? Ríes y dejas que te bese. Le hiciste el día. Te hizo el día.

O eso piensas, porque al rato se aparece el padre en el galley posterior con otro papelito escrito por el muchacho, absolutamente ilegible con sus datos, completos también, y con la mirada nublada te cuenta que a los doce años una meningitis le cambió a su hijo para siempre y que esa mañana por un instante tú se lo habías devuelto, y te agradece enternecido. Se te hizo el mes completo.

O como otro día que divisas en el aeropuerto a un grupo de adolescentes presumiblemente deportistas en buzo y zapatillas, no hay nada más preocupante que un equipito de cualquier cosa y rezas para que no sean pasajeros de tu vuelo. Otherwise, long flight ahead. Pero la ley de Murphy jamás me ha perdonado. Ni lo hará.

Sin embargo esa mañana el equipo en cuestión no era un equipito pichiruche cualquiera, no, no, era la selección sub 17 de Brasil, un teen scratch, la gran mayoría de estos chicos mas rápido que tarde serán lo que los comentaristas deportivos denominan cracks y ganarán millones jugando al futebol y vendiéndole a incautos seguidores su imagen y productos para uso exclusivo de triunfadores.

Cuando te pasa algo así, una vez instalado el grupo en el avión sólo tienes dos opciones: te resignas, pones cara de aeromoza encantadora, muestras tus choclos perfectos y te unes al desmadre que con toda seguridad armarán o, de lo contrario, te amargas cinco largas horas. Usualmente putearía y haría lo segundo. Sin embargo en aquella ocasión decidí a lo Paulo Coelho ver el vaso medio lleno. Todo el equipo estaba sentado en las últimas filas del Airbus, no habíamos ni despegado y yo ya auguraba un carnaval carioca. Reían, te vacilaban, los tenía en el galley posterior enseñándome a bailar samba, se burlaban entre ellos, se ponían chapas, te agarraban el culo cuando caminabas por el pasillo, me vi obligada a sacar de la maleta un chocolate gigante que tengo para casos de emergencia ante mis frecuentes ataques de biri biri y lo repartí entre todo el equipo que lo recibió encantado. El sugar high obviamente no ayudó un carajo. Les enseñé como servirse ellos mismos sus copo d'àgua para que por cinco minutos me dejaran en paz. No querían que el vuelo terminara e increíblemente y para mi sorpresa, yo tampoco. A veces recibes piropos fabricados e hipócritas pero ese día recibí el mejor de todos: “Claudinha, eu estou apaixonado por você”. El equipo completo incluido el aguatero se despidió con doble besito a lo brasilero de la moça. Fueron cinco horas felices. Cinco horas que siguen conmigo.
 
Soy la peor para recordar caras y nombres, en serio, la peor de todas, al nivel de pasar por jodidos papelones. Ese día, la primera vez que vi a Fernando fue en Santa Cruz de la Sierra, el personal de tierra de la estación nos había informado que llevaríamos a un enfermo de cáncer, que probablemente necesitara asistencia especial porque él mismo se administraba las drogas del tratamiento y que estemos atún a la jugada. Para variar, la información del asiento estaba errada y sólo dimos con el pasajero dentro del avión cuando él mismo se presentó. Me dijo que entraría al baño para inyectarse sus medicamentos, que eran muy fuertes y le hacían daño, que escucharía gritos, que no me asustara pero que en el caso que sintiera que se caía o si presumía que había perdido el conocimiento, entrase rápido al baño y lo ayudase. Asentí haciéndome la más macha del oeste pero sin poder pronunciar palabra. Cerró la puerta y casi inmediatamente lo escuché gritar de dolor, golpear la puerta, maldecir y blasfemar, lo oí llorar y gemir y finalmente llegó lo que estaba, con los ojos cerrados y los puños apretados, implorando: el silencio. Cuando salió del baño, la muerte y yo nos vimos las caras. No hubo necesidad de presentación alguna. Era ella y yo lo sabía. Me pidió algo de comer y  le armé una bolsa con tantos sánguches y galletas como pude, tantos que podrían haber servido para alimentar a una docena de esos gordos muertos de hambre que siempre piden más comida en el avión. Con la respiración aún entrecortada y casi susurrando me contó que tenía cáncer y que iba a Cuba a intentar recuperarse.

La segunda vez que lo vi, cosa impensable e improbable en mí, lo reconocí. Su pelo había crecido, ganado peso y empezaba a asomar vida en su rostro. Le pregunté como estaba. Me contó que había terminado su tratamiento y que finalmente regresaba a casa. Quién me conoce bien sabe que no soy una people person pero trasgrediendo cualquier norma le tomé la mano, le dije que se veía muy bien, que lo felicitaba por ser tan valiente, que le deseaba una larga vida llena de dicha. Él se había curado y sin saberlo, sin notarlo, sin habérselo propuesto había sanado, momentáneamente, a un corazón que se siente irremediablemente condenado y bueno para casi nada.

2 comentarios:

  1. Claudia,
    Es verdad que todos tenemos razones suficientes para odiar nuestras chambas. Pero también varias para quererlas y sufrir por ellas. Sino que aburrida sería la manera de ganarnos limpiamente el tan escaso pan de cada día. Escribes muy claro, fácil y lúcido. Cague de risa. Escribe más, deberías de reemplazar a Josefina Barrón en el papel de peruvian femme fatale writer. Ojalá me toque algún día volar contigo. Sería un viaje de verdad.
    Un admirador, dedicado

    Teófilo Demetrio Espinoza Uribe
    TDEU

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