viernes, 13 de julio de 2012

El Amigo Kosher


Hay preguntas que andan siempre flotando en el aire, que la gente no se cansa de formular. Quizás sea porque sienten que si encuentran la respuesta algún sentido le podrían dar a su vida, resolverían una muy mexicana encrucijada de pasiones o sencillamente porque no tienen nada más provechoso de qué conversar. Una de esas interrogantes es la famosísima y no por eso menos aburrida: ¿Existe o es posible la amistad entre un hombre y una mujer? 
La mitad dirá que sí y expondrá sus argumentos filosofales mientras que la otra mitad dirá que no y tendrá sus razones bien meditadas también. Y ambos bandos hablarán desde sus, probablemente dramáticas, experiencias personales.
Yo pertenezco al infame grupito no sabe/no opina y de pasadita la duda en cuestión, me vale verga.
Mis amigos son entrañables independientemente de si me meto debajo de sus sábanas o no. El sexo no es la institución dirimente para decretar la existencia de amistad entre un hombre y una mujer. Desde mi muy cuestionable punto de vista es la demencia en cualquiera de sus presentaciones la que lo hace posible.  
Hace 21 años conocí a uno de esos amigos queridos que a punta de amenazas (“haré que parezca un accidente”) me ha prohibido decir su nombre aún habiéndole prometido que no ventilaré sus secretos. Así que para fines de este texto y evitar el probable accidente sólo será el amigo.
El amigo y yo tenemos una relación que sólo dos enfermos mentales podrían compartir, si bien es cierto para él, la única afectada con el mal de la locura soy yo, intentaré demostrar que su tesis no es del todo exacta.

Al amigo, lo conocí cuando ambos fuimos cachimbos de la Universidad de Lima. Pronto empezamos a compartir pocas tardes de estudio con muchísimas tardes de hueveo y nuestra máxima diversión hasta el día de hoy: meterle al buche.
Me encantaba ir a su casa a estudiar, porque el amigo me preguntaba que quería almorzar y Cristina, la cocinera, me preparaba lomo saltado. Recuerdo con nostalgia a Papillón, la mascota de la familia, un samoyedo inmaculadamente blanco a quien le servían el camote horneado con jugo de naranja y azúcar rubia porque si era sancochado lo descartaba inmediatamente.
Nuestra dinámica disfuncional se inicia con la completa y absoluta falta de voluntad de mi parte para poder negarme a sus más absurdos, extravagantes e incoherentes pedidos. El amigo es inteligente, casi brillante debo admitir, y pronto descubrió el teje y maneje de mi mente.
Su primer gran triunfo fue que acepte que nos rezaguemos del examen de Conta I con el pretexto de celebrar la fiesta judía del Yom Kipur, durante la cual no está permitida ninguna actividad y el ayuno es obligatorio. Le atraqué no dar el examen ¿pero el ayuno? “ya no seas pendejo pues”, con perdón del rabi la inanición no es lo mío. La verdad sea dicha: no sabíamos nada de contabilidad y el Yom Kipur nos cayó como bolsita salvadora a enfermo con grave gastroenterocolitis.

Así empezó el amigo a acumular triunfos tras triunfos gracias a mi voluntad de mazamorra Royal. Mientras él vacacionaba y se daba la gran vida me convencía cada seis meses de matricularlo, es decir armarle su horario para el siguiente semestre de la universidad con los cursos que el quería o debía llevar. Recibí una puteada por cada horario que generosa y amorosamente le armé. “Es bien fácil cabrón, la próxima consigue otro que quiera hacerlo”.  Le entraba por un oído y le salía por el otro. Jamás hubo otro u otra que hiciera esa chamba, ese trabajo era sólo para mí.

Durante los años universitarios uno de sus mayores logros, para ser honesta, sucedió una mañana en particular mientras me llevaba a casa. Él quería recoger un examen que con malas artes yo había conseguido. Durante el trayecto en el cerro Centinela, que separa el distrito de Surco de La Molina, la luz indicadora de “te falta gasolina” se encendió y el amigo, olvidando que me llevaba sólo porque yo tenía el examen, tuvo el coraje de reclamarme: “¿ves? Por llevarte a tu jato me voy a quedar sin gasolina”. Bad call. Enfurecida le grité: “¡para el carro que me bajo en este instante!” (Segurísima de que el amigo no se atrevería a parar en medio de la subida del cerro y que mi grito lo tendría que haber aterrado lo suficiente como para pedirme disculpas). Me equivoqué y el gran puta paró el carro. No me quedó otra que bajarme a lo Cipriani muy digna y elegante en plena vía pública. No contento con eso siguió avanzando despacito viéndome obligada a correr detrás del carro implorando que no me deje allí. Cuando finalmente me dejó subir al auto estaba exhausta  y jadeante. Le mentaba la madre mientas tomaba bocanadas de aire. A él se le salían las lágrimas de la risa.  

Y así han pasado los años inmersos en esta dinámica de acusarnos el uno al otro de tener graves problemas mentales. Mi argumento más contundente, después de recordarle sus papelones de campeón mundial cuando está borracho, es hacerle ver que yo acepto mi demencia con dignidad, aplomo y resignación mientras él tiene la necesidad personal de encontrar al menos a un sujeto que esté peor que él para poder sentirse mejor consigo mismo. En esos momentos yo esbozo una sonrisita condescendiente y le digo: “si creer que yo estoy peor, te ayuda, te da paz, tranquilidad y sosiego. Si esa es mi misión en tu vida  entonces está bien, tranquilo, easy boy. Yo estoy hasta las huevas”. “¿Ya te sientes mejor?”.

Su máxima diversión y para lo que tiene un talento extraordinario, lo que le produce un gozo capaz de convertirlo en un niño y reír hasta el dolor de panza es, literalmente, romperme  las pelotas. Enfermarme hasta el punto de hacer que sienta dolor físico en las entrañas. Enloquecerme al extremo de querer sacarme cada pelo del cuerpo con pinza. Desquiciarme por el solo hecho de poder hacerlo. Y no para. Simplemente no para. No importa cuanto lo insulte, mucho menos el calibre de los agravios. No importa cuanto le diga que ya no tiene gracia, que le recuerde que casi tiene 40 años, la tarea es inútil. Es como si se hubiera metido un fix y estuviese en un viaje que sólo termina cuando haya pasado el efecto del narcótico.

Eso puede ocurrir a los 15 minutos y con todo el descaro del mundo puede decirme: “¿vamos a comer algo?”. ¿Y ya saben quien acepta, no? La adicta, claro, que minutos antes, enajenada y a un paso de la hiperventilación estaba lista y dispuesta a borrarlo de su bbm para siempre. For good. Sí, esa misma miserable. Sale con la sonrisa más grande que encuentra en el closet, como si no hubiera sentido esas ganas de lanzarse del bien custodiado puente Villena.

“¿A dónde vamos?” me pregunta. “A donde tú quieras”. Respondo. “No, mejor tú decide”. Entonces yo decido: "Vamos al José Antonio". “¡Ah no! ahí ni cagando”. Inhalo, cuento hasta 10 y recuerdo que no le puedo decir que me bajaré del carro. Obviamente terminamos donde a él le da la regalada gana y una vez ordenada la comida y hecho el hincapié de pedir exactamente lo que quiero porque no dejará que picotee nada de su plato empieza la cháchara.
Cháchara deliciosa y lúcida por cierto, que disfruto y añoro, una conversa de amigos, que se retan, que discrepan, con puntos de vista diferentes, que comparten anécdotas y chismes. El amigo me cuenta leyendas que yo adoro y escucho absorta como la de Sammy Davis Jr. El artista de Harlem que habría recibido de un amigo judío un ojo para evitar que quedara ciego después de un accidente  y en agradecimiento Sammy se convierte al judaísmo. Aunque años después la cagara con la comunidad que lo acogió al agradecer a Jesús cuando recibía un premio.  

Hemos sido testigos del progreso de cada uno y conocemos las dudas, miserias y defectos del otro. Conocimiento que empleamos no tanto como medida de apoyo emocional si no como armas de guerra fría y psicológica para conseguir algún objetivo sin importancia pero que el orgullo no te permite dejar ir.

El amigo me regaló mi palabra favorita: meshiguene. Aunque es un insulto en idish que significa loca y no me perdona una para usarlo, a mi me conmueve porque la palabra tiene la propiedad de hacerme sonreír cuando la escucho. Tiene la musicalidad de palabra dichosa.
Gracias a la necedad y obstinación del amigo que superó largamente a la mía compré un departamento que adoro.
Fue a él a quien le confesé que quería escribir y me animó entusiasta a hacerlo. Fue mi primer lector y su crítica, la más temida. Para él, pasé el examen.
A pesar de su aprobación el artículo de estreno se lo envió a su amigo psicoanalista en Buenos Aires solicitándole un diagnóstico: “¿Es correcto señor notario?” Esperando secreta y maliciosamente la única respuesta que para él es viable: “la chica está lista para la camisa de fuerza". Para mi felicidad y alivio ese es un gol que el amigo no logra anotar (todavía).
Y para ser justa tengo que admitir que el amigo tiene una paciencia de puta madre conmigo, no soy una perita en dulce y él se las banca todas. Dice que es mi maestro zen, mi guía y gurú. Que sin él estaría perdida. Humildemente debo admitir que en cierta forma lo es.
Él es lo que los gringos llaman un tipo reliable, un tipo con el que puedes contar, íntegro y espléndido.
No importa que diga que yo soy la "Isabel" a la que se refiere el tío Tano Pasman cuando grita viendo un partido de fútbol porque sólo alguien como yo puede trastornar a otra persona a ese nivel. Yo sé que como dice la canción “vos, sos un gordo bueno”.  Y yo te quiero. Y eres mi amigo. Y eres hombre. Y yo mujer.  

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