miércoles, 14 de noviembre de 2012

Do cars resemble their owners?

Nicholas Christenfeld, profesor de psicología de la Universidad de California, San Diego, concluye en Do dogs resemble their owners? que los perritos se parecen a sus adorados amos. Yo, que científicamente no puedo asegurar de plano nada y, que al igual que Tomás, sólo creo si lo veo, me animo a decir que lo único que tenemos en común Fernández y yo es que ambos somos gordos y mientras duran los días llenos de luz y calor del verano nos gusta cobijarnos a la sombra de un árbol.
Por lo demás, Fernández es un boyero de Berna buenote, peludo y tierno. Le mueve la cola a propios y extraños. El amigo soñado, siempre listo para correr, saltar y jugar. Se avergüenza de sus fechorías tapándose los ojitos con las patas delanteras. Es fiel, inteligente y cariñoso. Noble como una lechuga y suave como el amor de mamá. ¿Y, yo?. Yo, no.  
El gran Fernández
Pienso, que si tuviéramos que buscar una analogía más apropiada para nuestras personalidades deberíamos echarle una ojeada a nuestros automóviles, ¿son ellos y el estado en el que se encuentran el reflejo más exacto de quiénes y cómo somos? Veamos.
Soy la propietaria de un Hyundai Accent del 97. Es mío desde que salió de la tienda, nuevecito de paquete. Con los años, como yo, ha ido deteriorándose impostergablemente hasta convertirse en firme candidato al bono de chatarrero. Una vergüenza para la familia y los amigos. Pocos son los valientes que se atreven a andar conmigo o en él.
Era blanco como el alabastro, pero su blancura, que antaño, fuera piel de lujo le cedió el paso a un blanco salpicado de manchitas y pecas ocasionadas por la irresponsable exposición al sol y la desmedida cantidad de caca que vertieron sobre su techo, parabrisas y capó todos los pajaritos de la ciudad.
Sólo cuando es condenadamente obligatorio pasa por la ducha, hoy a duras penas anda, deambula un poco perdido por la vida, tiene una magulladura considerable y la falta de un espejo retrovisor lo hace difícil de manejar para quienes no lo conocen. Tiene también algunas cosillas falsas, no originales, pero en esta época de presión mediática por verse lindo y atractivo quien podría culparlo.                                             
Su soat y revisión técnica están vencidos y, obvio, mi licencia de conducir, también. Lo bueno es que al dejar de ser joven y guapo los polis no te persiguen ni quieren sacar algún provecho de ti. Siempre agujas y sedientos de gasolina el Hyundai y yo somos mal negocio para cualquiera.
Afirman que la procesión va por dentro, que caras vemos, pero corazones no sabemos. En el caso del Hyundai tales declaraciones no podrían ser más ciertas y hacia allí vamos.
La maletera, como espejo casi exacto de mi mente, contiene prácticamente todo para sobrevivir a una hecatombe nuclear. Para empezar,  un monísimo set de picnic canjeado por un millón de puntos bonus, dos chalinas, una crema reductora con rodillito, las paginas amarillas del 2006 en versión pocket book, un vestido de verano, un gancho de ropa sin vestido de verano. Y como innegable e irrefutable muestra de mi cojera emocional: una media y una pantufla. Todo desperdigado sin orden ni control sobre un mar de papeles, revistas, separatas, vouchers, publicidad, boletas y facturas. ¿En el deep inside?  Pues la michelin de repuesto, la misteriosa llave de ruedas y la gata. Todas aquellas herramientas para seguir adelante en caso de caer o tropezar y que sería oportuno algún día aprender a utilizar.
A los pies del asiento del copiloto, la botella con liquido de freno que uso como panacea para todos los males que puedan aquejar al Hyundai, una especie de chilcano reponedor y un set de seis copas de asti riccadonna regalo de un grifo por mi afición a la bebida que no he bajado del auto porque no sé como rechucha se utilizan ya que les falta la base y no tienen de donde carajo sostenerse. Sobran los papelitos, monedas, bolsas y envolturas de galletitas dulces, mi debilidad.
En la parte posterior, otro set de seis copas de asti riccadonna, regalo del mismo grifo que no he bajado por la misma razón. Un avioncito Embraer 190 a escala obsequio de papá, un ramo de flores secas y medio kilo de limones fosilizados terminan de adornar la escena. Una naturaleza muerta automotriz. Más papelitos. Testigos mudos de colores.
Continuando el viaje hacia las entrañas del Hyundai  y como las malas noticias no vienen solas, llegamos al motor. Ese indestructible corazón que nadie entiende como sigue en pie. Se recursea con poco o nada de aceite, la justísima cantidad de gasolina y mucho líquido de frenos para hacer funcionar un embrague corto, cortísimo, que le permite salir disparado y sin mirar atrás de situaciones de peligro inminente.
El mismo líquido que se escurre de inexplicable manera a la hora de poner freno cuando transita por caminos equivocados.
Y mientras en el dial, se escucha al gran José José decidir si es gavilán o paloma en la hora del lonchecito, esta máquina golpeada por el tiempo, el mal mantenimiento y los 170 mil kilómetros recorridos  se resiste a dejar de marchar sosteniendo la secreta esperanza de tener un nuevo dueño que sepa cómo cuidarlo y quererlo mejor.
Finalmente y para intentar comprobar con autoridad pseudo científica la veracidad de mi hipótesis basta remitirse a la pesadumbre de un ex novio que respira hondo, cierra los ojos, juro que cuenta hasta diez, me mira y lanza: “¿no te da vergüenza?” o a la sabiduría de Matilda, una niña hermosa de 2 años que, al momento de sentarla en el Hyundai para llevarla a pasear, sentencia inapelable: “ajjjj”.




Matilda