Me encuentro
en un sótano, sola. Es una habitación de pisos de madera desvencijada y
regular tamaño, sin ventanas ni ventilación. Se siente mucho calor. El silencio
lo inunda todo. Me ilumina la luz mortecina de un único foco que cuelga de un
alambre justo en medio del techo. Todo el ambiente huele a inmundicia y a soledad.
Estoy
sentada en un sofá de dos cuerpos, mullido, suave, de esos que inducen al sueño
a cualquier hora. Al frente veo mi reflejo en la pantalla de una tele de
última generación. Estoy quieta, entumecida de humedad y desamparo.
Llevo
puestos unos pantalones cortos y mis piernas están apoyadas sobre la vieja mesa
de centro. A lo lejos, alcanzo a ver mis pies y las uñas pintadas de negro o
rojo sangre, difícil saberlo con exactitud.
Juego a unir
los lunares de mis piernas con líneas imaginarias, creando figuras.
Mientras
estoy delineando una cometa, algo me distrae. El tapiz del sillón. Es un trabajo
de patchwork impecable, cosido
magistralmente a mano. Cada cuadrado de la misma exacta medida. Cuadrados
perfectos de piel humana tatuada. Una obra de arte.
Entre
dragones, cruces celtas y letras chinas, reconozco los míos. Un sapito con
corona que saca la lengua sobre mi tobillo derecho, una enredadera de flores
que adorna mi muñeca derecha y la frase que llevo en mi antebrazo izquierdo: Noli me tangere.
Paso mis
dedos sobre ellos. Están aún tibios.
No siento
miedo ni horror, como podría esperarse. Por el contrario, me invade una
sensación de gozo, de dicha, de objetivo alcanzado. Sonrío y me dejo estar.
Escucho el timbre a lo lejos. No. Es el despertador. Me cuesta abrir los ojos.
Me toma varios segundos entender dónde estoy, en qué hotel, en qué ciudad. ¿Qué
maldita hora es?
El sueño fue
una clara señal. Una delicada advertencia. Siempre viviendo al borde de las
delgadas líneas, esta vez mi mente las
había cruzado todas y me hacía adiós desde la otra orilla. Había ido demasiado
lejos.
¿Qué empezaron a juntar con entusiasmo aquellos loquillos antes de
terminar su carrera coleccionadora en un sótano, viendo tele cómodamente,
en un sillón tapizado con piel humana tatuada?
¿Qué valiosos objetos de colección dieron inicio a su aventura
recolectora?
La respuesta se cae de madura. Previo a ser ingresados al
siquiátrico, los loquillos reunieron cantidades colosales de... cualquier
huevada. Tapitas de gaseosas por nombrar alguna.
Inofensivas y coloridas, las tapitas estaban esperando por mí
mucho antes de que yo me fijara en ellas y empezara mi
descenso al sótano de las mentes perturbadas y acumuladoras.
“Todo comienzo tiene su encanto” decía Goethe. Es cierto. Hasta lo
más escalofriante tiene un inicio hermoso, como un picnic en el parque
durante la primavera.
El encanto del comienzo estaba cantado. A la
excitación de juntar media tonelada de tapitas para cambiarlas por
una silla de ruedas, se le sumaba el granito de arena para
borrar la huella de carbono que amenaza al mundo y a los descuidados
terrícolas.
Mi éxito estaba asegurado. De profesión aeromoza avispada mientras
tuviera chamba, tendría una mina de tapitas para explotar, miles de
tapitas. 90 horas al mes de minería. Así pues, puse en marcha mi plan
maestro recolector.
La estrategia era simple: comandar a mi ejército con liderazgo y mano
firme hacia el cumplimiento del objetivo trazado.
Al inicio de cada vuelo la orden era clara y precisa. Ninguna tapita
debía ser descartada bajo amenaza de desatar la ira y/o el
instinto homicida de su General. Pobre de aquel desgraciado que perdiera
alguna. Contaba las botellas abiertas y el número de tapitas debía coincidir. Si se me escapaba alguna, me
zambullía en el carrito basurero. Esquivaba restos de lechugas, pollo con
pellejo y demás porquerías hasta encontrarla y ponerla en mi bolsita
recolectora.
Me aproximaba hacia el objetivo lento, pero seguro. Cada
vuelo terminaba con mi bolsita recolectora llena.
Aunque desconocía que la caja de Pandora había sido abierta y
que se había desatado una obsesión compulsiva que avanzaba dentro de mí a
velocidad de incendio forestal.
Pronto, el avance en la recolección me pareció insuficiente.
Al ritmo que marchaba, tendría
que trabajar hasta los 125 años para reunir la media tonelada de tapitas que se
necesitaban para cambiarlas por una silla de ruedas e incuestionablemente
fracasaría.
¿Qué hacer? ¿Cómo conseguir más tapitas?
Fue entonces cuando se me ocurrió la más genial de todas las eco ideas
concebidas jamás por una eco aeromoza avispada.
Abriría todas las gaseosas del avión, botaría el líquido y guardaría las
tapitas. ¡Puta madre, que maestra soy! La OMS me levantaría una estatua. Todas
las mañanas, frente al espejo, ensayaba mi emocionado discurso
de aceptación del Nobel de reciclaje ante la Academia Sueca.
Tenía el plan, el truco estaba en ejecutarlo sin ser descubierta. Debía
trabajar como los francotiradores: sola y sigilosamente. A escondidas de mis
compañeros y pasajeros para evitar ponerme en la mira del chismoso lame botas
siempre dispuesto a ganarse unos puntos extra con la gerencia a costa de cagar
a quien sea.
Tenía contados minutos para abrir las botellas, verter el líquido en una
hielera, entrar al baño, tirar todo al váter y salir sin despeinarme.
No me importaba nada, en mi delirio yo le estaba haciendo un bien a la
humanidad. Juntaba las tapitas y desechaba las dañinas bebidas carbonatadas.
Todos ganábamos. El mundo verde ganaba. Esa sería también mi defensa en
caso fuera atrapada y llamada a explicar ante un tribunal empresarial por qué
en los vuelos donde yo iba de encargada no quedaba ni una puta botella de
gaseosa. Ese discurso también lo tenía preparado y ensayado. Cara de poema y lágrima
incluida. Todos los flancos estaban cubiertos. Así las cosas, eché a andar la
maquinaria sin descanso y con prisa.
Treinta días bastaron para crear un monstruo coleccionista.
La mañana siguiente a la presentación de dicho monstruo en sueños, di
por culminado el proyecto recolector para salvar al mundo y la puta que los
parió a todos.
No lo dejé por falta de ganas o compromiso con la causa. Ni por
cansancio, tampoco fui atrapada o descubierta. Nada de eso.
Si lo dejé fue muy a mi pesar y porque estoy convencida de que nada
en la vida se sintió más rico que estar sentada en el sillón de los tatuajes