jueves, 31 de agosto de 2017

La Coleccionista de Huesos

Me encuentro en un sótano, sola. Es una habitación de pisos de madera desvencijada  y regular tamaño, sin ventanas ni ventilación. Se siente mucho calor. El silencio lo inunda todo. Me ilumina la luz mortecina de un único foco que cuelga de un alambre justo en medio del techo. Todo el ambiente huele a inmundicia y a soledad. 
Estoy sentada en un sofá de dos cuerpos, mullido, suave, de esos que inducen al sueño a cualquier hora. Al frente veo mi reflejo en la pantalla de una tele de última generación. Estoy quieta, entumecida de humedad y desamparo. 
Llevo puestos unos pantalones cortos y mis piernas están apoyadas sobre la vieja mesa de centro. A lo lejos, alcanzo a ver mis pies y las uñas pintadas de negro o rojo sangre, difícil saberlo con exactitud.
Juego a unir los lunares de mis piernas con líneas imaginarias, creando figuras.
Mientras estoy delineando una cometa, algo me distrae. El tapiz del sillón. Es un trabajo de patchwork impecable, cosido magistralmente a mano. Cada cuadrado de la misma exacta medida. Cuadrados perfectos de piel humana tatuada. Una obra de arte. 
Entre dragones, cruces celtas y letras chinas, reconozco los míos. Un sapito con corona que saca la lengua sobre mi tobillo derecho, una enredadera de flores que adorna mi muñeca derecha y la frase que llevo en mi antebrazo izquierdo: Noli me tangere.
Paso mis dedos sobre ellos. Están aún tibios. 
No siento miedo ni horror, como podría esperarse. Por el contrario, me invade una sensación de gozo, de dicha, de objetivo alcanzado. Sonrío y me dejo estar. Escucho el timbre a lo lejos. No. Es el despertador. Me cuesta abrir los ojos. Me toma varios segundos entender dónde estoy, en qué hotel, en qué ciudad. ¿Qué maldita hora es?
El sueño fue una clara señal. Una delicada advertencia. Siempre viviendo al borde de las delgadas líneas, esta vez  mi mente las había cruzado todas y me hacía adiós desde la otra orilla. Había ido demasiado lejos. 

¿Qué empezaron a juntar con entusiasmo aquellos loquillos antes de terminar su carrera coleccionadora en un sótano, viendo tele cómodamente,  en un sillón tapizado con piel humana tatuada?
¿Qué valiosos objetos de colección dieron inicio a su aventura recolectora?
La respuesta se cae de madura. Previo a ser ingresados al siquiátrico, los loquillos reunieron cantidades colosales de... cualquier huevada. Tapitas de gaseosas por nombrar alguna. 
Inofensivas y coloridas,  las tapitas estaban esperando por mí mucho antes de que yo me fijara en ellas y empezara  mi descenso  al sótano de las mentes perturbadas y acumuladoras.
“Todo comienzo tiene su encanto” decía Goethe. Es cierto. Hasta lo más escalofriante  tiene un inicio hermoso, como un picnic en el parque durante la primavera.
El encanto del comienzo estaba cantado. A la excitación de juntar media tonelada de tapitas para cambiarlas por una silla de ruedas, se le sumaba el granito de arena para borrar la huella de carbono que amenaza al mundo y a los descuidados terrícolas.
Mi éxito estaba asegurado. De profesión aeromoza avispada mientras tuviera chamba, tendría una mina de tapitas para explotar, miles de tapitas. 90 horas al mes de minería. Así pues, puse en marcha mi plan maestro recolector. 
La estrategia era simple: comandar a mi ejército con liderazgo y mano firme hacia el cumplimiento del objetivo trazado.
Al inicio de cada vuelo la orden era clara y precisa. Ninguna tapita debía ser descartada bajo amenaza de desatar la ira y/o el instinto homicida de su General. Pobre de aquel desgraciado que perdiera alguna. Contaba las botellas abiertas y el número de tapitas debía  coincidir. Si se me escapaba alguna, me zambullía en el carrito basurero. Esquivaba restos de lechugas, pollo con pellejo y demás porquerías hasta encontrarla y ponerla en mi bolsita recolectora.
Me aproximaba hacia el objetivo lento, pero  seguro. Cada vuelo terminaba con mi bolsita recolectora llena. Aunque desconocía que la caja de Pandora había sido abierta y que se había desatado una obsesión compulsiva que avanzaba dentro de mí a velocidad de incendio forestal.
Pronto, el avance en la recolección me pareció insuficiente. 
Al ritmo que marchaba,  tendría que trabajar hasta los 125 años para reunir la media tonelada de tapitas que se necesitaban para cambiarlas por una silla de ruedas e incuestionablemente fracasaría. 
¿Qué hacer? ¿Cómo conseguir más tapitas? 
Fue entonces cuando se me ocurrió la más genial de todas las eco ideas concebidas jamás por una eco aeromoza avispada.
Abriría todas las gaseosas del avión, botaría el líquido y guardaría las tapitas. ¡Puta madre, que maestra soy! La OMS me levantaría una estatua. Todas las mañanas, frente al espejo, ensayaba mi emocionado discurso de aceptación del Nobel de reciclaje ante la Academia Sueca.
Tenía el plan, el truco estaba en ejecutarlo sin ser descubierta. Debía trabajar como los francotiradores: sola y sigilosamente. A escondidas de mis compañeros y pasajeros para evitar ponerme en la mira del chismoso lame botas siempre dispuesto a ganarse unos puntos extra con la gerencia a costa de cagar a quien sea. 
Tenía contados minutos para abrir las botellas, verter el líquido en una hielera, entrar al baño, tirar todo al váter y salir sin despeinarme. 
No me importaba nada, en mi delirio yo le estaba haciendo un bien a la humanidad. Juntaba las tapitas y desechaba las dañinas bebidas carbonatadas. Todos ganábamos. El mundo verde ganaba. Esa sería también mi defensa en caso fuera atrapada y llamada a explicar ante un tribunal empresarial por qué en los vuelos donde yo iba de encargada no quedaba ni una puta botella de gaseosa. Ese discurso también lo tenía preparado y ensayado. Cara de poema y lágrima incluida. Todos los flancos estaban cubiertos. Así las cosas, eché a andar la maquinaria sin descanso y con prisa.
Treinta días bastaron para crear un monstruo coleccionista.
La mañana siguiente a la presentación de dicho monstruo en sueños, di por culminado el proyecto recolector para salvar al mundo y la puta que los parió a todos.
No lo dejé por falta de ganas o compromiso con la causa. Ni por cansancio, tampoco fui atrapada o descubierta. Nada de eso. 
Si lo dejé fue muy a mi pesar y porque estoy convencida de que nada en la vida se sintió más rico que estar sentada en el sillón de los tatuajes